martes, 15 de julio de 2008

Las hermanas.

Quedamos en encontrarnos a las cinco de la tarde. Hace como dos horas que la espero. Miro el reloj y son en realidad las cinco y cinco. Saco un paquete de cigarrillos. El segundo del día. Tengo que dejar de fumar. Aunque este no es el mejor momento. Estoy en un bar, de estos muy modernos y progres. La oscuridad nos rodea y luces amarillas lo cruzan. Rebotan contra la pared, el techo, el suelo, la nada.
Ahora mi hermana llegó, la miro sentada frente a mí, oscura ella también. Una loca oscuridad despeinada, como siempre. Lo único que le preocupa, y eso que tiene tantas otras cosas más importantes, es darle un nuevo y conocido sermón a su hermanita descarriada. Como cuando éramos chicas.
Ella, la niña modelo. La alumna ejemplar. La que nunca se metía los dedos en la nariz. A la que tías, abuelas y vecinas invitaban a sus casas porque era una monada. Yo, la menor. La consentida. A la que no le gustaban los moños, ni los vestidos y sí treparse a los árboles. Aunque se lastimara las rodillas. Y que, según ella, le hacía pasar malos ratos a papá. Como si yo alguna vez me hubiera llevado una materia. O no hubiera ido a la facultad. Lo que más me molesta es esa costumbre de querer quedar bien con todo el mundo. Pero a mí no me engaña. Yo sé muy bien cómo es. Conozco esa cara de buenita, de nada, de carnero degollado. Como cuando me fui a Europa, por ejemplo, que todos me llamaban para contarme que ella me extrañaba, y tanto que se le llenaban los ojos de lágrimas de sólo nombrarme. Pero eso sí: venir a visitarme, nunca. Me mandaba saludos cuando iban mamá y papá. Lo único que le gusta es dar lástima. Y yo, sin querer, la ayudo. Aunque sólo me interese quebrarle un poco esa perfección y volverla, cómo decirlo, más normal. Más como yo.
Tratamos de entablar un diálogo, pero sólo conseguimos una incomunicación altisonante y obsesiva. Las palabras rebotan. Ya no las escucho. Me limito a ver una cara gesticulando y cinco dedos que se amontonan y me enfrentan. Y, por supuesto, las lágrimas. Igual, y a pesar de todo, no puedo dejar de intentar oírla. Quiere que me arrepienta. A mí no me sale.

Yo solía pensar, ilusa de mí, que ese tipo de cosas pasaba sólo en los teleteatros que veía mi tía Dora. “¡Pero qué boludos! ¿Cómo se van a besar en la cocina si la esposa está en el living?”. A lo que mi tía sólo contestaba un “¡Ay, nena, la boquita!”. A veces, hasta me enojaba:
-¿Pero no se da cuenta el autor que a nadie en este mundo se le ocurriría ir con su amante al telo que está a dos cuadras de la casa?
-¿Cómo al pelo, nena? ¿No te das cuenta que eso está mal, que esa no es la esposa? – contestaba Dorita.
-Telo, tía, telo, no pelo.
-¿Y eso qué es, nena?

Lo conocí en casa de mis padres, el día que me hicieron la fiesta de bienvenida cuando regresé después de varios años en España. Ya me habían hablado de él, aunque todavía no había tenido el gusto de verlo. El impacto fue mutuo. Apenas mi mejilla rozó la suya en ese primer beso introductorio, millones de hormigas me invadieron el pecho, descendieron al estómago y siguieron. Alto, musculoso, pelo negro, ojos verdes. Encima, joven ejecutivo en ascenso.
Al otro día fuimos de visita a uno de esos lugares que mi tía desconocía. Fueron dos meses maravillosos. Todo dejó de existir. Todo. Demasiado todo. Una tarde, buscando a dónde ir, yo, estúpidamente, propuse:
-Acá a la vuelta hay uno. Esta zona la conozco bien.
Cómo no la iba a conocer si justo, justo a una cuadra estaba el negocio de mi hermana.
Entonces pasó precisamente como en las telenovelas. Y yo sabía que a mi hermana eso sí que le iba a molestar bastante.
Porque Roberto, con ser casi perfecto, tenía un problema.
Un detalle.
Estaba casado.
Y era mi cuñado.

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